lunes, 12 de noviembre de 2012

La Gran Regresión

La crisis que azota Europa está sirviendo de coartada para desplegar un programa político de naturaleza constituyente. Con la excusa del estado de necesidad, se adoptan medidas y prácticas institucionales muy poco útiles para enmendar la crisis, pero tremendamente efectivas para fundar un nuevo modelo de sociedad política.

En lo referido al caso español, dicho modelo se asemeja de manera inquietante al que predominó desde la década de los 1830 hasta final del siglo XIX. A excepción del militarismo, hoy por fortuna desplazado, abundan las analogías entre nuestro Estado decimonónico y el que, por vía imperativa, pretende instaurar el partido en el Gobierno.

Para definir este tipo de organización social, política y económica debemos referirnos a dos claves fundamentales de su arquitectura: el centralismo y la desigualdad.

Neocentralismo  
En el orden de los poderes, el centralismo entraña, ante todo, el reforzamiento del poder ejecutivo frente a los restantes poderes del estado. Su síntoma más evidente es el abuso de la legislación autoritaria por decreto, que relega a la cámara baja a la condición de mera correa transmisora de las directrices gubernamentales, perdiendo con ello su carácter de asamblea deliberante que controla la acción del presidente y los ministros.

Desde la perspectiva centralista resulta coherente que los parlamentos reduzcan su número de diputados. Para justificar esta medida se alegan motivos presupuestarios, pero la realidad es que pocos escaños necesitan unas asambleas pensadas para ratificar las decisiones del Gobierno más que para representar el pluralismo político.

La concentración de potestades en el ejecutivo requiere también el debilitamiento o la ausencia de otros contrapoderes. A conseguir este objetivo se dirige la actual campaña de descrédito contra las Comunidades Autónomas. Con la excusa de la crisis, pero con los datos objetivos del déficit en contra, ha ido calando en España un discurso interesado de destrucción del régimen autonómico y consecuente regreso al vetusto Estado de provincias. La razón última de este pretendido reemplazamiento no es tanto el ahorro como la revigorización del gobierno central, que se vería liberado de los incómodos contrapesos que hoy son las regiones autónomas, incluso cuando están gobernadas por el mismo partido alojado en la Moncloa.

Aún tiene una consecuencia más el encumbramiento del ejecutivo: la colocación de toda la administración pública bajo su criterio discrecional. Las reivindicaciones economicistas de revisar el estatuto profesional de los funcionarios, suprimiendo su inamovilidad para lograr mayor eficiencia, suponen un aspecto crucial de este retorno al siglo XIX. De triunfar, derrumbarían uno de los pilares fundamentales del Estado de derecho, como es la independencia del empleado público frente a los representantes políticos. Recuperaríamos entonces la figura decimonónica del “cesante”, y la burocracia, de ser un aparato técnico cualificado e independiente, pasaría a convertirse, ya por entero, en extensión clientelar del partido de turno.

Ni siquiera el poder judicial se libra de esta involución generalizada. La implantación de una justicia onerosa implica un grave quebranto al derecho de defensa y al principio de igualdad, pero también la vuelta a los tiempos en que la jurisdicción civil o mercantil era coto reservado de los que podían permitirse el lujo de litigar para proteger sus derechos legítimos.

Desigualdad
Este punto nos coloca ante la segunda clave del programa político conservador: la “Gran Desigualdad”, por expresarlo en palabras de Rafael Poch. Lo más obvio en este sentido viene dado por los severos recortes sufridos –y por las tasas de “repago” introducidas– en los servicios públicos de sanidad y educación.

La multiplicación exponencial de la desigualdad cuenta con otros cauces, acaso más decisivos. En primer término, el Gobierno pretende transformar la estructura de las relaciones fundadas en el trabajo, regresando a su fisonomía decimonónica. Bajo la excusa del respeto a la libertad contractual de las partes, y con el argumento falaz de que la flexibilidad laboral disminuirá el desempleo, se ha activado un proceso cuyo objetivo no es otro que convertir las relaciones laborales en una relación de carácter privado.

Una vez devaluada –contra el tenor constitucional (art. 37.1)– la negociación colectiva, y dejada la fijación de las condiciones laborales a la voluntad superior del empleador, que siempre contará con el chantaje de la “legión de parados” para revisarlas a la baja, la relación de trabajo volverá a ser de naturaleza patriarcal y el asalariado estará de nuevo bajo la voluntad discrecional de su patrón.    

A estas alturas, debiera saberse ya que considerar al empleador y al trabajador como partes formalmente iguales tiene como consecuencia, en la práctica, la consolidación y profundización de la desigualdad material entre ambos. El origen de todo el derecho laboral, desde la limitación del trabajo infantil y femenino hasta la imposición legal de unas condiciones mínimas en el contrato de trabajo (jornada, vacaciones, salario),  radica justamente en la limitación pública de la voluntad del empleador, cuya libertad sin restricciones provocaba la falta absoluta de libertad en los trabajadores.

De nada parecen servir, sin embargo, las enseñanzas de la historia contemporánea. A día de hoy, todos los logros conquistados con el fin de mitigar la depauperación de las capas trabajadoras se hallan cuestionados. La deslegitimación de unos sindicatos ya de por sí debilitados y desacreditados, el deseo conservador de limitar hasta desnaturalizar el derecho de huelga o la supresión del carácter vinculante de los convenios colectivos son algunos de los medios preparados para su abolición.

El sistema fiscal progresivo, propio del Estado social e impuesto por nuestra Constitución (art. 31.1), también se halla en el punto de mira del Gobierno. Si ya se encuentra en vías de descomposición a causa del fraude consentido y de las exenciones disfrutadas por los sectores acaudalados, su eliminación completa tendrá lugar cuando se culmine el tránsito, anunciado por Cristóbal Montoro, desde un régimen tributario basado en los impuestos directos a otro edificado sobre los indirectos. Nos habrán devuelto entonces a pleno siglo XIX, cuando la financiación del Estado procedía en su mayor parte de los tributos al consumo.

La desprotección del trabajo y la distribución inequitativa de la carga fiscal producirán pobreza y marginación. En un sistema democrático, una situación de este género puede tener corto recorrido, pues las reivindicaciones de una mayoría social postergada encuentran pronta representación parlamentaria. Aparte de la manipulación mediática, a evitar este proceso se dirigen las propuestas, en algún caso materializadas, de convertir la función representativa –también como hace un par de siglos– en un título honorario y en un desempeño gratuito, lo cual garantizaría la identificación entre los diputados y los sectores no desposeídos.

Y mientras la crisis va generando el ambiente propicio para generalizar esta medida, el Gobierno recurre a una estrategia igualmente regresiva: la criminalización de la disidencia y su sistemática conversión en un problema de orden público. Los intolerables –y por desgracia cada vez más frecuentes– abusos policiales contra manifestantes y el recurso a tipos delictivos tan imprecisos que ponen en cuestión el derecho elemental a la seguridad jurídica son algunas de sus más palpables evidencias.

Conclusión
Estamos inmersos, pues, en un proceso materialmente constituyente, desplegado con la coartada de la crisis, desarrollado en abierto incumplimiento de los requisitos formales exigidos para un procedimiento de tal naturaleza y cuya intención última, a grandes rasgos, no es otra que regresar a la situación política vigente en el siglo XIX, que se caracterizaba por el centralismo autoritario y la desigualdad económica y social.

Por este motivo resulta irónico que los conservadores basen sus ataques a los sindicatos, a la protección de los trabajadores, al derecho de huelga o al impuesto sobre la renta en su presunto carácter obsoleto, cuando el modelo que tácitamente preconizan se ubica en un periodo histórico anterior al que denostan. El problema es que el sistema político añorado por el liberalismo conservador se desplomó a causa de unas dramáticas contradicciones que nos condenan a revivir. Olvidan, sin embargo, que cuando un pasado trágico regresa suele hacerlo como farsa.      

lunes, 15 de octubre de 2012

Españolizar a los catalanes o la historia como adoctrinamiento


Según el diagnóstico del actual ministro de Educación, el rebrote del independentismo catalán ha sido provocado, entre otros motivos, por la enseñanza torcida de la historia que la descentralización educativa ha permitido.

Los conservadores son muy poco dados a discurrir en términos materialistas. Cuando una mayoría muestra preferencias contrarias a lo que ellos consideran el «orden natural de las cosas», suelen achacarlo a un extravío cultural causado por adoctrinadores indeseables.

Así ocurría a fines del siglo xix, cuando el movimiento obrero no cesaba de crecer. Los intelectuales y publicistas conservadores explicaban por entonces el auge del socialismo como un fenómeno propiciado, en última instancia, por la ingenuidad y el descreimiento de la plebe, hábilmente manipulada por unos cuantos líderes irresponsables de magnética oratoria.

Décadas después se hizo patente en España que buena parte de la sociedad persistía en sus deseos de mayor justicia social en la economía, menos catolicismo en las instituciones y escuelas y más igualdad entre hombres y mujeres.

La obstinación de esos anhelos continuaba siendo, para los prohombres de la derecha, una desviación cultural. Eso pensaba José María Pemán, para quien los ideales plasmados en la Constitución de la II República se debían a la influencia de «los hijos espirituales de catedráticos y profesores que, a través de instituciones como la llamada ‘Libre de Enseñanza’, forjaron generaciones incrédulas y anárquicas».

Con esta advertencia, recogida en una circular de diciembre de 1936, se dirigía Pemán, entonces presidente de la Comisión (golpista) de Cultura y Enseñanza, a las instancias depuradoras para que expulsasen sin contemplaciones a los docentes de izquierdas. Se trataba de extirpar de la escuela todo atisbo de racionalismo progresista, para refundarla con arreglo a los valores del nacionalcatolicismo.

A ello acudió una orden de marzo de 1938, recordando que «una escuela donde no se aprende a amar a España no tiene razón de existir». Según el legislador franquista, para inculcar ese amor a la nación –una, grande y libre– había que recurrir a «la enseñanza de la Historia», inmejorable «medio de cultivar el patriotismo».

«Así fue en el pasado, así es en el presente», concluía, lapidaria, la disposición citada. ¿Y así debe seguir siendo en la actualidad?, cabe preguntarse ahora, después de haber oído al ministro Wert.

De sus palabras se deduce una convicción: los catalanes no se sienten «orgullosos de ser españoles» por culpa de la historia (catalanizada) que aprenden en las escuelas. Si este es el problema, la solución no puede ser otra que imponer en Cataluña la enseñanza de una historia (españolizada) que sirva para fomentar el patriotismo.

En el planteamiento ministerial, el fenómeno del independentismo se reduce así a una cuestión de valores y cultura. Sin embargo, desde una óptica igualmente cultural, el ciudadano debe formularse un interrogante básico: ¿qué función debe cumplir en una democracia la historia transmitida en las aulas? ¿Debe ser vehículo de adoctrinamiento nacionalista apoyado en mitologías sentimentales? ¿O más bien fuente de ilustración crítica basada en el rigor científico?

Puede intuirse cuál es la historia de España que el ministro conservador tiene en mente para nacionalizar a los alumnos catalanes. Quizá se trate de la rancia versión nacionalcatólica que él mismo aprendiera en sus años de estudiante, aquella de la conversión de Recaredo, la Reconquista, la unidad nacional recobrada por los Reyes Católicos y el «Descubrimiento» de América.

Un relato elaborado con este patrón españolista no solo devolvería la enseñanza de la historia a la época franquista, e incluso a la decimonónica. También la situaría cuatro décadas por detrás de la producción historiográfica nacional e internacional, algo que solo serviría para hacerla objeto de sospecha y rechazo, pues no dejaría de sorprender a muchos estudiantes las divergencias que separarían la versión escolar y la de los profesionales independientes de la historia.

¿Y qué sostiene esta última versión? Básicamente, que la historia de España se halla atravesada por un pluralismo jurídico y político irreductible.

Francisco Tomás y Valiente, en una obra sobre la España del siglo xvii, trajo a colación una reveladora anécdota al respecto. Fallecido en 1479 Juan II, rey de Aragón, su hijo Fernando le sucedió en el trono. Según narra el cronista de los Reyes Católicos, algunos consejeros reales recomendaron entonces a Isabel y Fernando titularse como «reyes e señores de España». Conscientes de la diversidad de reinos sobre los que gobernaban, ambos prefirieron presentarse como «rey e reyna de Castilla, de León, de Aragón, de Seçilia, de Toledo, de Valençia, de Galizia, de Mallorca, de Seuilla», y así hasta completar todo el mosaico de «reinos, condados y señoríos» que formaba la monarquía española poco antes de tomar Granada.

Tan abigarrada titulación se mantuvo intacta en lo fundamental durante los dos siglos posteriores. No debe extrañar el dato. Como bien ha descrito John H. Elliot, la geografía política de la Europa moderna se basaba en el modelo de las «Monarquías compuestas», entidades conformadas por múltiples cuerpos políticos, con sus particularidades institucionales, jurídicas y culturales.

Ni siquiera tras la Guerra de Sucesión, y el acceso al trono de Felipe V, feneció este pluralismo. La abierta pretensión del nuevo monarca de reducir sus reinos «à la uniformidad de las Leyes de Castilla» chocó con la constitución pluralista de España. Si bien a través de los llamados Decretos de Nueva Planta (1707-1716) se reforzó el poder real, no dejaron de reconocerse fueros, costumbres y privilegios a los reinos. Y aunque se eliminaron instituciones regnícolas relevantes, no se logró fundar un orden uniforme. El peso de las tradiciones particulares lo impidió, permitiendo solo crear un entramado institucional híbrido, heterogéneo e igualmente pluralista.

Resulta esclarecedor en este sentido que, ya reinando la dinastía de los Borbones, los primeros diccionarios de la Academia de la Lengua (1734, 1780) recojan el término «nación» con el significado de «lugar de nacimiento» o «colección de los habitadóres en alguna Provincia, Pais ò Reino». Y es que hasta la revolución constitucional de principios del siglo xix no contemplaremos un uso del concepto «Nación española» más próximo a su entendimiento actual.

Será, no obstante, un espejismo. Justo en las vísperas de la Constitución de Cádiz, cuando se emprendió la reforma de la antigua Monarquía, aparece todavía una noción compuesta de la misma, inseparable de los cuerpos políticos que la formaban. E incluso en la propia regulación constitucional, lo tratado como «Nación española» era realidad bien distinta a lo que hoy podría entenderse como tal, pues incluía a «los españoles de ambos hemisferios» y excluía expresamente a los esclavos.

Habrá que esperar a la década de los 1830 y 1840 para que se elabore, difunda y comience a generalizarse la concepción esencialista, uniforme y patriotera de España a la que Wert, probablemente, hace referencia. Historiadores, intelectuales, academias e instituciones públicas contribuyeron entonces a forjar esa imagen monocolor, cuyo (estéril) propósito fue dotar de una base social homogénea a un Estado frágil.

De nacionalizar a los españoles, que se sentían más súbditos de un monarca, miembros de una confesión y vecinos de un municipio que nacionales de un Estado, el relato nacionalcatólico pasó a desempeñar funciones excluyentes de consecuencias deplorables. Desde la Restauración sirvió para estigmatizar como enemigos a quienes, por republicanos, ateos, separatistas o izquierdistas, negaban el carácter intangible de los presuntos atributos nacionales (monarquía, unidad, catolicismo). El golpe de 1936 y la represión que desencadenó quisieron ser, de hecho, una suerte de «solución final» que terminase de proscribir a todos estos miembros de «la anti-España», entre los que destacaban, junto a los comunistas, los catalanistas.

Vistos los terribles antecedentes del canon nacionalcatólico, muy especialmente sufridos por quienes militaron en el independentismo, debemos preguntarnos: ¿sobre qué desfasado, anticientífico y excluyente relato histórico pretende el gobierno fundar el «orgullo de ser españoles»? Debe advertirse a este respecto que, en una democracia constitucional, acaso no quepa otro orgullo nacional que el de ser ciudadanos con sus derechos y libertades escrupulosamente reconocidos y respetados. Y en cuanto a la enseñanza de la historia, mejor arrebatársela a los nacionalismos de todo tipo, en cuyas manos se degrada hasta convertirse en manipulación del pasado para adoctrinamiento y subyugación presentes.

jueves, 31 de mayo de 2012

El tamaño del agujero

Entre otras cosas más penosas, esta crisis está sirviendo para instruirse en economía y finanzas, refrescando con ello lo aprendido en las clases de economía política de la carrera. La cuestión es que, a poco que uno se pone a profundizar con el mero razonamiento, se percata de que las informaciones periodísticas convencionales sobre la crisis son superficiales e insuficientes. Pongamos un ejemplo de ello. 

Parece fuera de discusión que el gobierno actual ha decidido rescatar a la banca española. Dejemos de lado la controversia, inexistente en los medios, acerca del acierto, o no, de tal medida. Al menos han empezado a tener la osadía de señalar carencias donde los dirigentes anteriores solo encontraban el "sistema financiero más solvente del mundo". Otra cosa es que, a diferencia de lo que ocurría en los años 1930 en Alemania, cuando el  canciller recurría a decretos de excepción con el fin de no aplicar la ley de quiebras a los bancos rescatadas, hoy se aplique un régimen mercantil privilegiado a la banca, para agravio y oprobio de cualquier pequeña y mediana empresa abocada a la quiebra. 

Sí, ya sé, dejar caer a la banca provocaría "un riesgo sistémico", un "pánico bancario", el "corralito"; no obstante, hasta ahora, no ha habido un periodista ni un economista que se haya dignado a facilitar la cifra que esconden esos lemas, el montante que supondría sufragar la quiebra de los bancos insolventes garantizando el máximo de los depósitos. Si hubiera circulado dicha cifra, igual me habrían convencido de inmediato. Como la desconozco, no dejo de creer que un horizonte de quiebra localizada y controlada de la banca generaría dos ventajas: 1) hacer desaparecer deuda por impago y desaparición del deudor, algo que no ocurrirá con el rescate público; y 2) hacer ver a los defensores del rescate, como Alemania, que el problema que quieren solucionar con él es, en realidad, un problema general, que afecta muy principalmente a la banca alemana, con lo que su solución debe ser compartida y solidaria, mas no basada en el expolio y empobrecimiento unilaterales de una de las partes implicadas, o qué piensan, ¿que el banco alemán que sufragaba la fiesta no ha sido tan irresponsable y especulador como la caja española que chorreaba créditos sin criterio?

Pero perdonen la digresión. Me he puesto frente al ordenador para mostrar con un sencillo ejemplo hasta qué punto las informaciones económicas actuales pueden ser simplistas. Una de las cuestiones más debatidas en estos días es la del tamaño de nuestro agujero bancario-inmobiliario: ¿a cuánto asciende el crédito promotor y familiar incobrable o dudoso? ¿cuánto dinero tiene la banca en activos tóxicos? y, por consiguiente, ¿cuál ha de ser el importe de nuestro rescate? 

Las cifras más realistas sitúan el crédito incobrable o dudoso en torno a 250.000 millones de €. Otros más optimistas hablan de 100.000, y por ahí andará torpemente el rescate, en aplicación de esa equivocada táctica de sacar la mierda en partes, por eso de no asustar al personal. Pues bien, sabiendo que el crédito total en España supera el billón de euros, los cálculos de estas cifras redondas pueden estar equivocados, sencillamente por el hecho de que la cifra total del agujero es móvil, e irá transformándose según la coyuntura económica vigente en cada momento. Y esa movilidad, en un contexto de rescate y de restricciones aún mayores, será siempre in crescendo. Ahí van dos pequeñas muestras de ello:

a) El rescate que se hará del Estado español para que, a su vez, éste pueda rescatar a su banca quebrada estará, con toda probabilidad, cargado de condiciones leoninas: bajada de sueldos y subsidios, mayor desempleo, privatizaciones, etc. Esto provocará de inmediato una bajada de la renta disponible, de modo que todos aquellos que, en la situación actual, cuentan con un préstamo hipotecario o al consumo, y están al corriente de sus pagos, pueden, en un escenario de rescate, verse desplazados hasta engrosar la masa de morosos, haciendo así aumentar la cantidad total de activos tóxicos. 

b) Esas mismas condiciones impuestas por el rescate enfriarán aún más la demanda interna. Fíjense que la apuesta de devaluarnos para exportar es, salvo una proporción minúscula, inaplicable al mercado inmobiliario, solo susceptible de ser absorbido por la demanda interna. Pues bien, si esa demanda se debilita todavía más, si con su pérdida generalizada de poder adquisitivo solo puede permitirse comprar inmuebles, no al 70 o 65% del valor contable actual, que será lo que reconocerán los evaluadores de nuestra banca, sino al 40 o al 35%, entonces el tamaño del agujero aumentará; los inmuebles serán los mismos, pero su valor de mercado será todavía menor, con lo que las pérdidas de la banca serán mayores de las calculadas en un comienzo, lo cual generará nuevas necesidades de rescate. 


En resumen, si el rescate viene acompañado de condiciones y exigencias que profundicen la recesión económica, el agujero que se pretendía tapar no hará sino crecer, porque aumentará la cantidad de morosos y se devaluará todavía más la cartera de inmuebles que posee la banca. 

Como insinué en mi digresión, mucho hay que argumentar para convencer de que la salida y fin del euro o la quiebra de los bancos describan un horizonte más desolador que el círculo vicioso en el que vivimos instalados desde hace más de dos años. Y el problema es que en pocos debates públicos se barajan estas otras alternativas.    

jueves, 10 de mayo de 2012

Las dos (o más) izquierdas entre la historia alemana y la Grecia actual

Ayer, el candidato a la presidencia griega por la coalición izquierdista Syriza reconocía que le había sido imposible formar gobierno. Si el candidato del PSOK no lo consigue, en los próximos días habrán de convocarse irremediablemente nuevas elecciones. Y si la formación de un gobierno estable ha devenido imposible será, entre otros motivos, por el penoso desacuerdo entre las cuatro formaciones de izquierda que se presentaron a las pasadas elecciones: Syriza (comunismo y ecosocialismo europeísta, con un 16,6%), PSOK (socialdemócratas y socioliberales, 13,4%), KKE (comunismo de estela soviética, 8%) y la Izquierda Democrática, con un 6,1%; cuatro formaciones que, como puede calcularse, cuentan con un respaldo del 44,1% de los griegos que decidieron ir a votar el pasado domingo. (Recuérdese que en España el PP gobierna con una amplia mayoría absoluta justamente con el 44.62% de los votos).

A muchos comentaristas oficiales les escandaliza la fragmentación y dispersión del voto. Prefieren la gobernabilidad a la proporcionalidad y al pluralismo político (ese valor que, según la Constitución, informa nuestro Estado). Yo tiendo a inclinarme por lo segundo, pero tengo muy presente que el pluralismo debe ser capaz de transmutarse en unidad para la toma de decisiones políticas. Y la izquierda europea parece experimentar un bloqueo insuperable frente a esa exigencia política y pragmática de convergencia. La experiencia griega, al menos por ahora, ha vuelto lamentablemente a ponerlo de relieve. El problema, de suma gravedad, es que lo ha hecho en una coyuntura extremadamente delicada, por el notable auge de Aurora Dorada, una derecha ultranacionalista y filonazi que ha obtenido el 7% de los votos. 

La situación griega me hizo recordar la crónica del judío, militante del SPD y exiliado Franz Neumann sobre el "derrumbamiento de la democracia" en la Alemania de Weimar. Entre otras enseñanzas, de ella se deduce la considerable responsabilidad que en tal desplome tuvieron las dos izquierdas, la socialdemócrata y la comunista. Os resumo sus contenidos (Behemoth, pp. 47 ss.)

***Desde 1922 y hasta 1929, la República de Weimar había funcionado de manera relativamente estable debido a "una prosperidad ficticia hecha posible por préstamos extranjeros". La crisis financiera manifestó de manera dramática la debilidad de ese crecimiento económico. Sus efectos se trasfirieron rápidamente al campo político. El Partido Demócrata, uno de los miembros de la coalición que apoyó la Constitución de 1919, se hundió por completo. El Zentrum católico, también artífice de aquella norma fundamental, se escoró claramente a la derecha. Y socialdemócratas y comunistas dedicaban "mucha más energía a combatirse entre sí que a la lucha contra la amenaza creciente del nacional-socialismo". 

En enero de 1932 la situación era angustiosa: el paro rondaba los ocho millones de personas. Cada vez mayor número de desempleados no recibía subsidio alguno. "Los jóvenes desocupados constituían por sí solos un problema especial". Había revueltas campesinas, los terratenientes carecían de financiación, así como los pequeños empresarios. "Los propietarios de casas no podían cobrar sus rentas. Quebraban bancos y el gobierno federal se hacía cargo de ellos". Lobbys industriales eran rescatados "a precios muy superiores de su cotización en el mercado". El déficit presupuestario no paraba de crecer y no se activaban programas ambiciosos de "obras públicas" por el temor de "los reaccionarios" a que "revivificara el decaído poder de los sindicatos". 

En el plano político, la presencia de 107 diputados nacionalsocialistas en el Reichstag (Parlamento) hacía imposible toda formación de gobierno. Y es aquí donde se presentó el dilema para el SPD. Tenía, de un modo u otro, que propiciar una salida a aquel colapso y las salidas eran solo dos: debía elegir "entre el camino de la revolución política mediante un frente unido con los comunistas dirigido por los socialistas o la cooperación con las dictaduras presidenciales de Brüning, von Papen y Schleicher en un intento de eliminar el peligro mayor que representaba Hitler".

La decisión inicial fue "tolerar el gobierno Brüning". Posteriormente, en las elecciones a la jefatura del Estado de abril de 1932, en vez de hacer frente común con el comunista Thaelmann, el SPD decidió en la segunda vuelta apoyar al mariscal Paul von Hindenburg con el fin de evitar la victoria de Hitler. Al giro de dos meses, mostrándose una vez más, como en los años 1920, que 'Roma no paga traidores', Hindenburg suspendía la autonomía del Estado de Prusia, gobernado por el socialdemócrata Otto Braun, y nombraba como comisario gubernamental del mismo a Papen. 

A la vuelta del verano, en noviembre de 1932, se celebraron nuevas elecciones legislativas, en las que el NSDP perdió 34 escaños. Por su parte, los comunistas estaban convencidos de que Hitler solo iría a peor, y de que, "en un inmediato futuro", llegaría la ansiada "revolución social que instaurase la dictadura del proletariado". Y por la suya, los socialdemócratas creyeron que el nacionalsocialismo estaba derrotado por este relativo revés electoral. Así, su principal teórico, Rudolf Hilferding, sostenía a primeros de enero de 1933, en un artículo titulado Entre dos decisiones, que, una vez debelado Hitler, la "aspiración primordial de los socialistas era la lucha contra el comunismo". El SPD decidió así negarse a colaborar con el primer ministro Schleicher y rechazar "el frente único con el partido comunista". 

Simultáneamente, el 4 de enero de 1933, "el banquero de Colonia Kurt von Schroeder arregló una conferencia entre von Papen y Hitler que produjo una reconciliación entre los viejos grupos reaccionarios y el nuevo movimiento contrarrevolucionario". A final de mes, Hindenburg encomendaba a Hitler formar gobierno y lo nombraba canciller de Alemania. ***


Si el lector ha tenido la paciencia de llegar hasta aquí se habrá quedado asombrado por los paralelismos: desempleo, crisis del crédito, rescate de bancos y corporaciones con dinero público y auge del nacionalismo exacerbado. Sin embargo, las diferencias son abundantes. 


Como me recordaba Paco Robles por tuiter, el comunismo al que se oponía el SPD no era otro que el de Stalin. En parte, efectivamente, era así, aunque ni toda la izquierda fuera del SPD era pro-soviética, ni Stalin, en 1932-33, tenía ya como prioridad absoluta europea desencadenar una revolución social, sino más bien frenar el auge del fascismo, por mucho que en la URSS estuviese ya entregado a sus purgas genocidas. Además, lo que diferenciaba por entonces a socialistas y comunistas no era tanto el fin, la abolición de la sociedad de clases, como el medio, revolucionario en un caso y reformista en otro. 


De cualquier manera, hoy por ningún lado se aprecia esa inminencia de revolución igualitaria que espoleaba a los nacionalsocialistas. La base -y buena parte de la causa- del conflicto de entonces era además una sociedad que arrastraba todavía claras inercias feudales, mientras que la de hoy es una sociedad económicamente cada vez más desigual, cierto, pero jurídica y políticamente mucho más homogénea. Por eso, trazar paralelismos entre aquel escenario y éste no deja de ser un ejercicio de simplismo historiográfico.


No obstante, estaríamos ciegos si no apreciásemos ciertas semejanzas entre la actitud de socialistas y comunistas de aquellos tiempos y socialdemócratas e izquierdistas críticos de ahora. A no ser que reparen su error concurriendo a la segunda convocatoria coaligados, no han estado a la altura de los acontecimientos al colocar sus desacuerdos subsanables por encima de la formación de un gobierno sólido de signo rotundamente progresista. Si Aurora Dorada capitaliza esta discordia, y los conservadores, como en la Alemania del 1932-33, concluyen por darle oxígeno, podríamos repetir lo peor de nuestra historia, y buena parte de la responsabilidad se deberá al anticomunismo de los socialdemócratas y a la intransigencia y dogmatismo proverbiales de muchos comunistas. 


Coda. Y si al final la cosa queda en Grecia como parece, con coalición centrista entre Nueva Democracia, PSOK e Izquierda Democrática, también la discordia entre las izquierdas, entre los comunistas de tradición soviética y los europeístas y democráticos, habrá impedido un giro sustancial en la política económica griega, pues de haber concurrido juntos a las elecciones, con su más del 20% de votos, habrían sido, con el bonus de 50 diputados al partido más votado, la formación ganadora.          

miércoles, 25 de abril de 2012

La antropología dual de los liberales

En política, habría que distinguir entre teoría e ideología. La primera trata de fundamentarse en axiomas racionalmente contrastados. Sus proposiciones deben ser el fruto de la deducción lógica y cumplir la regla de la coherencia y la no contradicción. Una vez elaborada, los principios y consecuencias que la forman deben aplicarse a la realidad, ya sea para corroborarla o, cuando cumpla, para criticarla. La ideología, en cambio, no cumple exigencias de trabazón racional, pues su misión es servir a algún grupo social. Es incapaz de no incurrir en contradicciones, pues le resulta inherente la doble vara de medir, positiva cuando se aplica al grupo cuyos intereses defiende, y negativa cuando se coloca sobre los restantes sectores sociales. Y su despliegue tampoco es lógico-racional; más bien va desarrollándose de modo oportunista, al compás de las posiciones que salvaguarda, acuñando argumentos favorables a ellas a posteriori. 

El liberalismo económico da múltiples muestras de ser, no tanto una teoría racional, cuanto una ideología al servicio de unos pocos. Un caso muy evidente lo tenemos en sus premisas antropológicas. Pueden ser tanto optimistas como pesimistas, según el marco de relaciones que examine. Si se trata de las relaciones de intercambio comercial, entonces el hombre es un dechado de virtudes, actuará siempre de modo racional, comprará lo mejor y más barato, no se dejará llevar por insanas influencias publicitarias ni obedecerá a las necesidades creadas por el poder. Ahí, el hombre es un sujeto racional perfecto, el elemento indispensable para deducir que el mercado se rige, ante todo, por la ley racional e inmejorable de la oferta y la demanda.

En las relaciones de trabajo es otro cantar. Aquí entran en juego postulados pesimistas, que pintan al hombre con trazos muy poco generosos. Todo trabajador es un holgazán potencial; si no se cuenta con los elementos coactivos precisos, si no se le rodea de interinidad e inseguridad, el hombre siempre optará por acogerse a la ley del mínimo esfuerzo y entregarse a la molicie, por mucho que ello perjudique los intereses de su empresa y, a la larga, los suyos propios. En este caso, el hombre no parece poseer sentido racional alguno, ni es capaz de discernir a medio plazo y de anticiparse a las consecuencias negativas que podrían derivarse de un cultivo generalizado de la pereza. Por eso, reducido a sus tendencias más primarias, es conveniente introducir factores que lo disciplinen, como la amenaza del despido, la posibilidad de recortar su salario o la misma vigilancia de su jornada de trabajo. Así, ese trabajador que cuando va al supermercado es el mismo logos andante, cuando se encuentra en el curro se convierte en un homo sapiens poco evolucionado.

Las premisas vuelven a dar un giro considerable si, en vez de al trabajador, la teoría liberal se pone a contemplar y a explicarnos las cualidades del emprendedor. En este caso, el hombre va a tomar las decisiones más responsables, su objetivo último, la generación de riqueza y empleo, está marcado por la generosidad y por una visión precisa del interés general, virtudes, ambas, indispensables para garantizar un orden social próspero y cohesionado. Por eso conviene quitar todas las trabas impuestas por la legislación a esta inclinación a la bondad, desembarazarla de miedos, como el muy comprensible temor a comprometerse de por vida con un trabajador por culpa de los despidos impagables. Una vez librada de estas injerencias externas, la actividad del empresario podrá desplegar toda su capacidad benefactora, haciéndonos alcanzar el pleno empleo y la satisfacción general. 

Puede apreciarse, en este simplificado ejemplo, cómo la ideología liberal parte de una concepción del hombre diferente según convenga a los intereses que defiende. Si hubiese tratado de ser algo más coherente (y teórico), podría haber generalizado su antropología pesimista al caso de los empresarios, considerándolos, no como holgazanes potenciales, sino como tiburones despiadados del beneficio, para cuya inmediata maximización son capaces de tomar decisiones cortoplacistas e irracionales en detrimento de sus empleados, del interés general y, pasado el tiempo, de su propio interés egoísta, si no se les rodea, como al trabajador, de los mecanismos coactivos necesarios que les disuadan a adoptarlas. En el caso de que los liberales hubiesen tratado de ser algo más exigentes, desde el punto de vista racional, con sus premisas, no habrían entonces aprobado una reforma laboral como la que padecemos, que ya ha comenzado a devastar nuestro mercado de trabajo. Pero, claro, eso es mucho pedir a los que se encuentran obnubilados por la ideología -que no teoría- liberal.

lunes, 23 de abril de 2012

Sobre las elecciones francesas

Mucho más que la irrisoria y precaria victoria de Hollande, o que el desgaste no tan decisivo de Sarkozy, el dato más revelador de los resultados de las elecciones francesas ha sido, a mi juicio, el considerable crecimiento de la extrema derecha. Llama la atención cómo, a estas alturas, puede todavía convencer de forma masiva el discurso populista y falsamente anticapitalista y regeneracionista de Marine Le Pen. Parece obvio que sus consignas interpelan a la dimensión más primaria de los hombres, capitalizando sus miedos ante esta época de crisis e incertidumbre. La cuestión es que esa experiencia ya debiera estar vivida: también Hitler y el NSPD se presentaron en su momento como defensores de la auténtica democracia, como representantes de la verdadera nación alemana, como protectores de los alemanes frente a la maldad de capitalistas, banqueros, judíos y revolucionarios. La realidad a partir de 1933 demostró, sin embargo, que aquel programa presuntamente popular iba a desarrollarse en buena parte en contra de las capas populares alemanas que lo habían aupado y a favor de una parte de su clase industrial. La lección no parece haberse aprendido y ayer Le Pen veía aumentar su respaldo electoral sobre todo gracias al apoyo de la clase obrera. 

El peligro es real porque el resultado refleja una tendencia que, de continuar la coyuntura presente, habrá de profundizarse. Parece evidente que la frustración y el temor provocados por esta crisis están siendo capitalizados, sobre todo, por la extrema-derecha. Sus invocaciones nacionalistas, su ataque a la corrupción de los políticos, su explotación del chivo expiatorio de la inmigración y su retórica anticapitalista se asemejan como un calco al imaginario nacionalsocialista, y, como él, parece todavía capacitado para generar adhesiones masivas. Si la crisis sigue recrudeciéndose, si la indecorosa inmoralidad del capitalismo financiero continúa haciendo estragos, todo apunta a que la extrema derecha crecerá todavía más. Téngase presente que los tiempos actuales, como los de entreguerras, han acelerado su ritmo, y el 18% de ayer puede convertirse, en el giro de un par de años, en un 25 o en un 30%, si los partidos gobernantes y la propia Unión Europea no saben rectificar el rumbo actual, obedeciendo criterios menos cortoplacistas. 

El segundo punto destacable de la noche electoral francesa ha sido el aumento considerable de sufragios en la izquierda crítica. El Front de Gauche, liderado por un enérgico Jean-Luc Mélenchon, antiguo ministro de Jospin, vio crecer su respaldo electoral desde el misérrimo 1.93% (equivalente a 707.200 de votos) obtenido por los comunistas franceses en 2007 al 11.11% actual (equivalente a 3.985.200 de votos).  

Llama la atención que este sensible auge electoral haya sido interpretado por algunos como un fracaso. Se ha puesto con ello de relieve una estrategia mediática de neutralización de la oposición política de izquierdas que no ha sido la primera vez en aplicarse. Muy básicamente, consiste ésta en inflar deliberadamente las expectativas, para garantizar así que sean con casi total seguridad defraudadas, consiguiéndose con ello una futura retirada de adhesiones y apoyos ciudadanos. Ya pasó con el cartero trotskista Oliver Besancenot. En esta ocasión, hubo incluso algunos blogs que, basándose en supuesta información secreta, apuntaban a una posible segunda vuelta entre Hollande y Mélenchon. Como es natural, en muchos pudo más el deseo que el juicio realista y esperaban un resultado en torno al 20%. Solo tomando como base estas expectativas infundadas, que ni siquiera hallaban correlato en las encuestas, que concedían al FG entre el 12 y  el 14%, puede interpretarse el 11.11% como una derrota. 

Por el contrario, estamos ante un explícito reconocimiento de una forma de hacer política, de ejercer el liderazgo y de encarar los desafíos de la izquierda, aglutinando sus valores fundamentales de democracia, justicia social, humanismo universalista y ecologismo. De estos resultados acaso pueda predicarse el acierto de una táctica del Front de Gauche: la de reclamar la apertura de un nuevo proceso constituyente. Esta reivindicación es del todo justa en un sentido estrictamente jurídico: las medidas actuales, muchas de ellas adoptadas de modo autoritario a golpe de decreto, vienen a vaciar por una vía de facto el modelo constitucional presuntamente en vigor, el del Estado social y democrático. Para realizar este desmontaje de un modo legítimo desde el punto de vista constitucional habría que convocar de nuevo al poder constituyente, para que las naciones o pueblos europeos pudiesen decidir democrática y libremente si abandonar su sistema político para instituirse en forma de Estado liberal-capitalista. No lo están haciendo y, en ese sentido, todas sus medidas pecan de ilegitimidad originaria en el procedimiento, pues no se limitan a gestionar una coyuntura política desfavorable sino que, como sus adalides mismos proclaman, están refundando el Estado.

Es en ese sentido en el que considero acertadas las consignas constituyentes de Mélenchon. No en aquello en que lo exceden. Es decir, basar el programa político presentado a las elecciones en un plan de reconstitución plena del Estado debe corresponderse, para ser creíble, con un apoyo considerablemente mayor al obtenido. De lo contrario, supone la colocación de una parte considerable de la ciudadanía (un 11.11% de los electores, concretamente) en una suerte de situación de rebeldía o desafección total respecto del sistema vigente, lo cual acrecienta su crisis y descomposición y, a la larga, contraria los postulados mismos de la izquierda crítica.

En efecto, la crisis actual está sirviendo claramente para desmantelar el Estado del bienestar, justamente el sancionado por las Constituciones de posguerra. Si la izquierda, con sus consignas constituyentes, desprecia también a estas normas fundamentales, en lugar de defenderlas, entonces termina propiciando, en vez de amortiguando, la progresiva destrucción del modelo que habría de salvaguardar. Por eso creo tan errada la opinión que ayer vertía en su tuiter Alberto Garzón, considerando que los resultados franceses, y el auge del Front Nationale, obligan a intensificar el "proceso revolucionario" para robar adhesiones a la extrema derecha y ganarlas para una supuesta revolución izquierdista. 

Ciñéndonos al laboratorio de la historia, no puede estar más desatinado el consejo. En caso de que la izquierda -de una izquierda cuyo apoyo social ronda, como máximo y a día de hoy, el 15-20%- recrudezca su inclinación rupturista y constituyente, en caso de que caiga en la tentación de una (inviable) escalada revolucionaria, eso no produciría un descenso de la extrema derecha, sino su aumento, porque las masas -clases medias acomodadas- que hoy votan a Sarkozy encontrarían mejor protección de sus intereses en la virulencia derechista de Le Pen. Eso sucedió con el fascismo en Italia y con el nazismo en Alemania y podría volver a suceder en Francia si la izquierda crítica se mira el ombligo en lugar de mirar alrededor suya. 

A mi juicio, esta izquierda ecosocialista y comunista debe jugar el papel que Mélenchon le daba en su intervención de anoche: servir de dique al crecimiento de la extrema derecha y servir también de palanca para desalojar al conservadurismo liberal y ortodoxo que rige los designios de Europa para mal de la mayoría. En este sentido, socialdemócratas y socialistas y comunistas deberían aprender profundamente de sus errores, porque de su proverbial enemistad histórica, de las traiciones y tibiezas de unos y de los maximalismos de otros, se deducen muchos de los males que Europa padeció en el siglo XX. 

Por el lado de la socialdemocracia habrían de aprender a no tratar con desdén a la izquierda crítica, a cuidarla y favorecerla en los sistemas electorales viendo que es una pieza fundamental en la gobernación progresista. Deberían asimismo tomar nota de que el haber sucumbido al relato neoliberal, el haber asumido sus categorías para explicar la realidad e inspirar sus decisiones, les ha conducido a la oligarquización, a su falta de credibilidad, a la consiguiente retirada de apoyos populares -con beneficio de la derecha centrista y extremista- y, en definitiva, a su fracaso. Y su alianza sustantiva con la izquierda real bien puede servirle para volver a teñir de rojo sus planteamientos y objetivos políticos.

Y por el lado de la izquierda crítica habrían de aprender a cultivar la transigencia, a abandonar su inclinación dogmática a repudiar con visceralidad la diferencia doctrinal y a realizar un juicio realista de las coordenadas presentes, unas coordenadas que no favorecen una ruptura radical del sistema político sin movilización masiva en la que sustentarse (una movilización que sí se dio, por ejemplo, en las recientes experiencias constituyentes latinoamericanas) y que solo permiten la reforma sustantiva y rectificadora del modelo, para lo cual hace falta sellar alianzas progresistas que, en un futuro, acaso puedan crear las condiciones materiales necesarias para una ruptura. 

De la altura de miras de ambas sensibilidades depende, en definitiva, que no volvamos a adentrarnos en otra Noche de Walpurgis.         

martes, 30 de agosto de 2011

A vueltas con la reforma constitucional

Cuanto más medito sobre el particular, más matices surgen. La aprobación hoy en el Congreso de la toma en consideración de la reforma del artículo 135 de la Constitución pone de relieve problemas de forma y de contenido.

¿Supone el déficit público un problema de la suficiente envergadura como para llevarlo a la norma fundamental, donde supuestamente se recogen las trazas y principios estructurales del Estado español? Creo que lo acontecido en estos últimos meses, y en especial a principios de agosto, con España al borde de no poder obtener financiación, demuestra que así es. El Estado, tal y como se encuentra instituido en nuestro vigente sistema liberal, no puede sobreendeudarse, so pena de comprometer su misma soberanía.

En efecto, desde el momento en que el Estado (y las instituciones públicas) carecen de suficiencia financiera, y deben allegar sus ingresos mediante la vía fiscal o la del endeudamiento, una situación deficitaria incontrolada los pone en manos de las entidades privadas que lo financian, como bien se ha demostrado últimamente.

Esto sería alarmante sino fuese porque la circunstancia específica española, según advierten una y otra vez los técnicos de hacienda, se caracteriza por un bochornoso fraude fiscal, por una falta creciente de progresividad -en contradicción, por cierto, con nuestra Constitución- del sistema tributario y por la consiguiente desproporción en el reparto de las cargas financieras entre los ciudadanos españoles. Solo con que se trabajase con algo más de énfasis en este punto buena parte del problema se desinflaría, pero esto no ocurrirá hasta que la dirigencia política no deje de estar plenamente inscrita, con unidad de intereses y creencias, en la oligarquía financiera y económica.

Por lo demás, no me parece en absoluto una insensatez que aquellos políticos que, de manera transitoria, ocupen cargos representativos deban limitarse en sus políticas a los fondos disponibles, ampliados a lo sumo con un crédito limitado, impidiendo así dispendios exagerados a costa de los contribuyentes, pues claro es que hasta el dinero financiado mediante el endeudamiento público termina saliendo del bolsillo del contribuyente.

Porque, esos fondos disponibles, si son complementados con los que legítimamente debiera disponer el Estado en una situación de fraude mermado y progresividad restaurada, no son tan escasos como se piensa. Antes al contrario, podría afirmarse que para las necesidades que deben cubrir las instituciones públicas en un Estado social y democrático son hasta abundantes. El problema es cuando de tales fondos deben vivir bancos rescatados, empresas subvencionadas, terratenientes mantenidos, clientelas satisfechas, cargos artificiales de sueldos vergonzosos, asesores múltiples y el personal de instituciones vacías.

Este es el verdadero problema de Estado, y muy pocos de los políticos actuales se encarga de denunciarlo. El déficit, pues, constituye un problema de notable gravedad, solo resoluble en las actuales circunstancias mediante un adelgazamiento contundente de la financiación pública justo en aquello que no es esencial al Estado social, desde la sanidad y la educación hasta las prestaciones y pensiones; en lo que le es más bien accesorio y gravoso, por más que sea consustancial a un Estado oligárquico y privatizado como lo es crecientemente el actual.

Una de las vías para llegar a tal adelgazamiento es desde luego su imposición jurídica. Desde la izquierda, con todo fundamento, una vez visto dónde se están aplicando los recortes hasta ahora, se advierte que dicha imposición solo servirá para consagrar por medio del derecho el vaciamiento del Estado social. No tiene, sin embargo, que ser así, pues margen para el recorte hay, y mucho, tanto en el campo institucional, con esas diputaciones clientelares, esos cargos decorativos o esos ayuntamientos prescindibles o plagados de liberados ociosos, como en el privado, con esas entidades financieras rescatadas o esas derramas multimillonarias que reciben constantemente, a través de múltiples vías, las empresas y corporaciones. Y si no se aplican los recortes en este segundo aspecto, y se cumplen los augurios de la izquierda, siempre cabe el rechazo a una política de tal tenor, porque lo decisivo es que la limitación del déficit por imposición jurídica, tal y como ésta resulta planteada, no obliga, de inmediato y unilateralmente, a la eliminación de los servicios públicos.

El problema radica en la sede y en el procedimiento. En relación a esto segundo, lo del procedimiento, no me refiero tanto a la falta de referéndum, que hubiese arrojado resultado similar al de hoy en el Congreso, cuanto al de concretar el control del déficit en una limitación constitucional del endeudamiento público. Por reproducir la conocida y manida metáfora, es como si fuese más eficaz colgar en la nevera un cartel afirmando rotundamente 'desde mañana empezaré a hacer mis deberes siempre a las cuatro de la tarde, y no me levantaré en tanto no los haya terminado', que hacer los deberes mismos, sin proclamación alguna.

Es decir, lo importante en lo que al déficit concierne es reducirlo, y no afirmar que en lo sucesivo se reducirá, porque esto no es más que voluntarismo jurídico en el peor sentido del término, ya que, o se hace una lectura flexible del precepto, y por tanto éste llega a ser innecesario, o se puede llegar al absurdo de poner al Estado al borde de la parálisis y el abismo por intentar cumplir lo materialmente inasumible. Por ejemplo -como bien me decía Rafael Hortaleza por tuiter- cómo cabría gestionar con ese marco jurídico una inversión, necesaria y rentable a la larga, que produce sin embargo un endeudamiento inicial considerable. Por eso, como digo, mucho más eficaz hubiese sido empezar a adelgazar el gasto público en todo aquello -que es mucho- que tiene de superfluo, que afirmar en sede constitucional que el endeudamiento será, en lo venidero, muy pequeño y manejable.

Y he aquí otro problema: ¿es la Constitución la sede adecuada para incluir un precepto del tenor del que se propone? Aunque puede argumentarse que sí, dado que la disciplina del gasto pasaría a ser un rasgo estructural de nuestro Estado, creo, por las razones atendidas, que existen motivos para decantarse por la negativa. Algo tan dinámico, coyuntural y sometido a variables externas como son las necesidades de financiación del Estado quizá no deba reglamentarse en una norma, la constitucional, que exige fijeza de términos y vocación de permanencia en sus contenidos, siendo preferible, a mi juicio, recurrir a instrumentos legales que impongan techos de gasto o limiten transitoriamente la capacidad de endeudamiento, atendiendo siempre a las circunstancias económicas del momento.

Y es que acaso la mejor manera de disciplinar el gasto de los políticos no sea la de limitar su capacidad de endeudamiento en una norma suprema, sino delegar seriamente dicha fiscalización en la ciudadanía, interesada en términos generales en estar gobernada por representantes que atiendan con sus gastos a las necesidades esenciales en vez de derrochar en enchufes, capítulos superfluos o conceptos protocolarios. Con una transparencia real, hoy plenamente asequible desde el punto de vista técnico, que permita a los ciudadanos conocer en tiempo real el destino de sus impuestos, quizá se consiguiese más que con un nuevo precepto, aprobado por métodos demasiado expeditivos y que nuestra cambiante realidad puede revelar como un desacierto más.