jueves, 15 de enero de 2009

Sobre la destitución de Escolar

La primera y superficial impresión que tuve cuando ayer conocí la destitución de Nacho Escolar al frente de Público y su sustitución por un hombre de PRISA fue muy negativa. Pensé, como muchos otros han hecho, que el diario nacional más progresista de España estaba abocado a convertirse en una mala copia de nuestro centrista diario global. Fue, como en otras ocasiones, el ingenio espontáneo de Danae, y su consideración de que "Bueno, Escolar tampoco era para tanto", lo que me hizo percatarme de que quizá esa primera opinión agorera era demasiado rudimentaria.

Los análisis pesimistas, que apresuradamente sentencian la conversión al socialliberalismo de Público, dejan de lado varios factores de envergadura. El elemento generacional y la afinidad política, biográfica e ideológica que llevaron a Roures a ofrecer la dirección del diario primeramente a Monteira, no hay que despreciarla, como tampoco la permanencia en él, como analista político, de Escolar. Ni siquiera cabe despreciar la relativa autonomía del mundo periodístico-empresarial respecto de la esfera política e ideológica. Lo que acaso interese a los dueños de Público sea continuar conectando con un sector multitudinario huérfano de prensa y también crecientemente de partido y representación política. Qué mas da, en este sentido, que Reig u Ortiz sean unos empedernidos antisociatas si son los columnistas más leídos.

Pero la carencia principal de los comentarios que he leído es que prescinden de toda referencia a la situación actual de la redacción de El País, divida y enfrentada a causa de la política tecnocrática y conservadora impulsada por Cebrián tanto a nivel gestor como de opinión. Ni siquiera a mí, que no soy periodista sino lector, me han pasado desapercibidos el desembarco de cuarentones masterizados y desideologizados en las páginas de El País, y el contraste entre sus opiniones y criterios y los mantenidos por la vieja guardia, a la que, no por casualidad, pertenece Monteira, de cuyos servicios, no hay que olvidar, han prescindido tras variados intentos de doblegarlo.

La opción sería, entonces, entre una joven izquierda de ONG, movimiento social, conciencia ecológica y videojuego, y otra izquierda veterana de partido, estrategia, conciencia social y textos clásicos. Como, a pesar de tener 32 años, soy anticuado y tradicional, confieso que no me decanto de inmediato por la primera opción, y que simpatizo en muchos puntos con la segunda.

Por eso es apresurado pensar que el nombramiento de Monteira como director va a implicar una inmediata derechización de Público. Antes bien, puede incluso que traiga consigo a algunos descontentos con la línea conservadora del diario global. Y a quién le importaría leer a Vidal-Beneyto, Carlos Boyero o Juan José Millás en el periódico de Roures, en lugar, por ejemplo, de a Marta Nebot.

domingo, 11 de enero de 2009

Apuntes salvadoreños (IV)

La Sanabresa (dic. 2008). Para Crates de Tebas

No ya de este 2008 que expira, sino incluso de los últimos veinte meses, el acontecimiento principal, el que a todos nos mantiene en vilo, no es otro que la crisis financiera. Inexperto como soy en materia económica, mi estado actual frente a la vorágine informativa es de perplejidad permanente.


Se supone que existe un grave problema de liquidez, con la -según dicen- consecuente falta de fondos para continuar financiando a “empresas y familias”, como si éstas hubieran por fuerza de financiarse con créditos bancarios y no con la renta fruto del trabajo y la producción. Para evitar el desastre se ha movilizado ya aproximadamente un billón de dólares. ¿Por qué hace falta ese dinero: porque no se devuelven los créditos o porque los bancos prestaron más de lo que tenían? Si sucede lo primero, ¿no es entonces prioritario garantizar medios a los deudores para que solventen sus deudas? ¿y cómo dispensar tales medios si no es mediante inversiones en la economía real que reactiven el consumo y la producción? Pero si acontece lo segundo, y las entidades financieras pusieron en circulación aquello de lo que no disponían, ¿ha de quedar entonces impune dicha irresponsabilidad? Además, ¿de dónde sale tanta cantidad: de la emisión de deuda pública, de los presupuestos oficiales, de la simple impresión de papel moneda? Si ocurre lo primero, ¿no estamos difiriendo así el problema actual para el momento futuro en que haya que liquidar las obligaciones y letras del Tesoro? Pero si nos estamos financiando con los presupuestos corrientes, ¿no se está entonces practicando una descarada socialización de pérdidas? Y si sucede lo último, ¿no sería la prueba más palpable de que nuestro sistema económico es por entero y hasta su misma raíz de carácter virtual e ilusorio? ¿Merecería entonces la pena tanto sacrificio desolador en nombre de algo materialmente inexistente? Y por último, ¿de qué sirve continuar estimulando la oferta, con rebajas fiscales, subvenciones directas y abaratamiento de los costes de producción, si estamos, como bien reitera Vicenç Navarro, ante un enfriamiento de la demanda, causado por la precariedad e incertidumbre laborales? Son cuestiones que, a mi juicio, están quedando deliberadamente sin respuesta, consolidándose con ello ese rasgo de la sociedad liberal de someter al sujeto a procesos económicos que se le aperecen como fatales, objetivos e indisponibles.


Quizá todo el problema obedezca a un cambio de modelo que nos pasa inadvertido. El capitalismo, como vio Max Weber, germina y florece en un entorno ascético, de consagración austera a la profesión y de cálculo racional y previsor. Nuestro modelo actual, sin embargo, resulta indisociable del consumismo desenfrenado, la especulación galopante y la visión cortoplacista. De este modo el capitalismo ha terminado convirtiéndose en su peor enemigo. No es extraño contemplar ahora a constructores españoles, que hasta hace poco derrochaban sus abultadas ganancias en gastos suntuosos, reclamando la protección directa del Estado ante una supuesta quiebra inminente. ¿Ha de quedar entonces impune la gestión irresponsable? ¿Es eso el libre mercado?


Durante el frío otoño madrileño he conocido un vivo ejemplo de cómo los negocios pueden organizarse de otro modo, al viejo estilo weberiano. La clave está en dos convencimientos: continuar creyendo que el trabajo es la principal fuente del valor y que una empresa constituye, ante todo, una profesión a la que entregarse con esmero. Me refiero a un pequeño restaurante de comida castellana llamado La Sanabresa, de menús variados, bastante elaborados y a precios populares, compuestos de productos de gran calidad y servidos por unos camareros entusiastas y atentos, entre los que se encuentra el mismo dueño de la empresa.


No es casual que al entrar en él y contemplar el salón abarrotado, las mesas completas y las filas de clientes aguardando su turno, la crisis se ponga entre paréntesis en este pequeño oasis capitalista dentro del capitalismo.