No encuentro subrayado por ningún sitio el hondo contraste que existe entre los cuatro millones de parados y la superación de la barrera de los doce mil puntos en la Bolsa. Desde que Público, en uno de sus primeros números, reveló que dos tercios de las acciones del Ibex 35 pertenecen a doce familias y cinco grandes empresarios, además de relativizarse en gran medida el mito del capitalismo popular, se puso en evidencia que cuando nos encontramos en escenarios como el presente no asistimos sino a una intensa agudización de las desigualdades económicas, las cuales, caso de ser tan profundas, arruinan a mi entender toda posibilidad democrática.
Cualquiera que se haya acercado un poco a la sociología contemporánea sabrá que uno de los rasgos que definen nuestra realidad socioeconómica es la libertad de capital. No solo su libertad de movimiento y de colocación, sino también y sobre todo su independencia progresiva respecto del trabajo. Ya no lo necesita como antes para crecer y acumularse, visto que ha encontrado vías muy sólidas para reproducirse a sí mismo. Si alguien quiere abordar esta problemática de forma amena no tiene siquiera que leer a los sociólogos; basta con que vea la segunda, magnífica temporada de The Wire sobre el desmantelamiento de la clase obrera portuaria en la ciudad de Baltimore y las irremediables consecuencias de ella, principalmente su expulsión al mercado negro y la ilegalidad como vía de supervivencia.
Aunque nada sé de economía en su aspecto más técnico y riguroso, sospecho que esta discordancia entre los resultados del trabajo y las rentas del capital puede ofrecer un ángulo interesante para observar la crisis. Hasta donde alcanzo a saber, una situación como la presente ha creado el marco de inestabilidad propicio para que cualquier empleador pueda deshacerse de sus empleados a bajo coste y también para crear una atmósfera en la que resulta coherente reivindicar reformas que reduzcan aún más los costes del empleo. Como en efecto el capitalismo funciona de modo anónimo y consorciado, todo apunta a que las voluntades que en él ejercen de directrices, que son en buena parte la de los empleadores, se dirigen a repartir los gastos del trabajo entre el empresario y el Estado, es decir, entre el empresario y toda la colectividad que abona sus impuestos de una manera cada vez menos progresiva.
Se busca así una manera de hacer poco traumática esa separación paulatina del capital frente al trabajo. Ya se le permite a aquél que duerma fuera de casa los fines de semana a cambio de que éste no se quede totalmente solo. La crisis entonces no sé si respondería entre otras cosas a este colapso matrimonial, pero desde luego sí que va camino de saldarse en una suerte de separación por mutuo acuerdo y a tiempo parcial.
Como soy un anacrónico (o un reaccionario) irreductible, creo que este libertinaje del capital tiene un corto recorrido. La economía solo resulta viable en términos materiales y productivos; mucho menos si su corazón es meramente especulativo. Por eso puede que haya llegado el momento, frente a las fórmulas conciliadoras, que colocan al trabajo en la parte perdedora, de proceder a un divorcio unilateral, impulsado precisamente por fuerzas verdaderamente productivas, desde esos agricultores y ganaderos a los que les pagan por no producir o simplemente una miseria hasta los pequeños y medianos empresarios que hacen de su labor una vocación por satisfacer necesidades sociales.
Antes que estos arreglos, sepárense entonces por completo. Creo que al trabajo y su ética le irá mucho mejor a solas que al capital con sus bonos y sus ventas de futuros. Ahora bien, que el divorcio sea estricto y respetado, y que no tenga que venir la parte pobre a correr con las cuentas de las borracheras del libertino capital.