martes, 30 de agosto de 2011

A vueltas con la reforma constitucional

Cuanto más medito sobre el particular, más matices surgen. La aprobación hoy en el Congreso de la toma en consideración de la reforma del artículo 135 de la Constitución pone de relieve problemas de forma y de contenido.

¿Supone el déficit público un problema de la suficiente envergadura como para llevarlo a la norma fundamental, donde supuestamente se recogen las trazas y principios estructurales del Estado español? Creo que lo acontecido en estos últimos meses, y en especial a principios de agosto, con España al borde de no poder obtener financiación, demuestra que así es. El Estado, tal y como se encuentra instituido en nuestro vigente sistema liberal, no puede sobreendeudarse, so pena de comprometer su misma soberanía.

En efecto, desde el momento en que el Estado (y las instituciones públicas) carecen de suficiencia financiera, y deben allegar sus ingresos mediante la vía fiscal o la del endeudamiento, una situación deficitaria incontrolada los pone en manos de las entidades privadas que lo financian, como bien se ha demostrado últimamente.

Esto sería alarmante sino fuese porque la circunstancia específica española, según advierten una y otra vez los técnicos de hacienda, se caracteriza por un bochornoso fraude fiscal, por una falta creciente de progresividad -en contradicción, por cierto, con nuestra Constitución- del sistema tributario y por la consiguiente desproporción en el reparto de las cargas financieras entre los ciudadanos españoles. Solo con que se trabajase con algo más de énfasis en este punto buena parte del problema se desinflaría, pero esto no ocurrirá hasta que la dirigencia política no deje de estar plenamente inscrita, con unidad de intereses y creencias, en la oligarquía financiera y económica.

Por lo demás, no me parece en absoluto una insensatez que aquellos políticos que, de manera transitoria, ocupen cargos representativos deban limitarse en sus políticas a los fondos disponibles, ampliados a lo sumo con un crédito limitado, impidiendo así dispendios exagerados a costa de los contribuyentes, pues claro es que hasta el dinero financiado mediante el endeudamiento público termina saliendo del bolsillo del contribuyente.

Porque, esos fondos disponibles, si son complementados con los que legítimamente debiera disponer el Estado en una situación de fraude mermado y progresividad restaurada, no son tan escasos como se piensa. Antes al contrario, podría afirmarse que para las necesidades que deben cubrir las instituciones públicas en un Estado social y democrático son hasta abundantes. El problema es cuando de tales fondos deben vivir bancos rescatados, empresas subvencionadas, terratenientes mantenidos, clientelas satisfechas, cargos artificiales de sueldos vergonzosos, asesores múltiples y el personal de instituciones vacías.

Este es el verdadero problema de Estado, y muy pocos de los políticos actuales se encarga de denunciarlo. El déficit, pues, constituye un problema de notable gravedad, solo resoluble en las actuales circunstancias mediante un adelgazamiento contundente de la financiación pública justo en aquello que no es esencial al Estado social, desde la sanidad y la educación hasta las prestaciones y pensiones; en lo que le es más bien accesorio y gravoso, por más que sea consustancial a un Estado oligárquico y privatizado como lo es crecientemente el actual.

Una de las vías para llegar a tal adelgazamiento es desde luego su imposición jurídica. Desde la izquierda, con todo fundamento, una vez visto dónde se están aplicando los recortes hasta ahora, se advierte que dicha imposición solo servirá para consagrar por medio del derecho el vaciamiento del Estado social. No tiene, sin embargo, que ser así, pues margen para el recorte hay, y mucho, tanto en el campo institucional, con esas diputaciones clientelares, esos cargos decorativos o esos ayuntamientos prescindibles o plagados de liberados ociosos, como en el privado, con esas entidades financieras rescatadas o esas derramas multimillonarias que reciben constantemente, a través de múltiples vías, las empresas y corporaciones. Y si no se aplican los recortes en este segundo aspecto, y se cumplen los augurios de la izquierda, siempre cabe el rechazo a una política de tal tenor, porque lo decisivo es que la limitación del déficit por imposición jurídica, tal y como ésta resulta planteada, no obliga, de inmediato y unilateralmente, a la eliminación de los servicios públicos.

El problema radica en la sede y en el procedimiento. En relación a esto segundo, lo del procedimiento, no me refiero tanto a la falta de referéndum, que hubiese arrojado resultado similar al de hoy en el Congreso, cuanto al de concretar el control del déficit en una limitación constitucional del endeudamiento público. Por reproducir la conocida y manida metáfora, es como si fuese más eficaz colgar en la nevera un cartel afirmando rotundamente 'desde mañana empezaré a hacer mis deberes siempre a las cuatro de la tarde, y no me levantaré en tanto no los haya terminado', que hacer los deberes mismos, sin proclamación alguna.

Es decir, lo importante en lo que al déficit concierne es reducirlo, y no afirmar que en lo sucesivo se reducirá, porque esto no es más que voluntarismo jurídico en el peor sentido del término, ya que, o se hace una lectura flexible del precepto, y por tanto éste llega a ser innecesario, o se puede llegar al absurdo de poner al Estado al borde de la parálisis y el abismo por intentar cumplir lo materialmente inasumible. Por ejemplo -como bien me decía Rafael Hortaleza por tuiter- cómo cabría gestionar con ese marco jurídico una inversión, necesaria y rentable a la larga, que produce sin embargo un endeudamiento inicial considerable. Por eso, como digo, mucho más eficaz hubiese sido empezar a adelgazar el gasto público en todo aquello -que es mucho- que tiene de superfluo, que afirmar en sede constitucional que el endeudamiento será, en lo venidero, muy pequeño y manejable.

Y he aquí otro problema: ¿es la Constitución la sede adecuada para incluir un precepto del tenor del que se propone? Aunque puede argumentarse que sí, dado que la disciplina del gasto pasaría a ser un rasgo estructural de nuestro Estado, creo, por las razones atendidas, que existen motivos para decantarse por la negativa. Algo tan dinámico, coyuntural y sometido a variables externas como son las necesidades de financiación del Estado quizá no deba reglamentarse en una norma, la constitucional, que exige fijeza de términos y vocación de permanencia en sus contenidos, siendo preferible, a mi juicio, recurrir a instrumentos legales que impongan techos de gasto o limiten transitoriamente la capacidad de endeudamiento, atendiendo siempre a las circunstancias económicas del momento.

Y es que acaso la mejor manera de disciplinar el gasto de los políticos no sea la de limitar su capacidad de endeudamiento en una norma suprema, sino delegar seriamente dicha fiscalización en la ciudadanía, interesada en términos generales en estar gobernada por representantes que atiendan con sus gastos a las necesidades esenciales en vez de derrochar en enchufes, capítulos superfluos o conceptos protocolarios. Con una transparencia real, hoy plenamente asequible desde el punto de vista técnico, que permita a los ciudadanos conocer en tiempo real el destino de sus impuestos, quizá se consiguiese más que con un nuevo precepto, aprobado por métodos demasiado expeditivos y que nuestra cambiante realidad puede revelar como un desacierto más.

viernes, 5 de agosto de 2011

Estado inerme / Estado fuerte

La economía virtual cuenta con su propia lógica, que muy poco o nada tiene que ver con la economía real. Por eso resultan tan chocantes las explicaciones a posteriori de por qué baja la bolsa o sube la prima de riesgo. Son intentos vanos y culpables de racionalizar lo que en esencia es irracional. Por eso también resultan tan vergonzosos los análisis, electoralistas e interesados, de los militantes y voceros del PP, coincidentes en su apreciación de que el encarecimiento de la financiación se debe a la presencia de Zapatero o a la insuficiencia de las reformas, como si el acometimiento de estas hubiese dado algún resultado más allá del agravamiento de la situación o como si 'los inversores' distinguieran el signo político del gobernante cuando de hacer caja se trata.

Ese es, y no otro, el problema: que el mercado está constituido de tal forma que puede guiarse en exclusiva, sin obstáculos jurídicos, por una monomanía patológica del beneficio. De un señor que a través de un banco compra letras o bonos para invertir con seguridad en deuda pública, de esta imagen trasnochada, se ha pasado a una compleja trama de mercados secundarios, productos financieros, operaciones en corto y apuestas a la contra que ponen algo tan serio como la financiación de los pueblos a los pies de voluntades arbitrarias y despiadadas.


El primer paso, pues, para comenzar a resolver el acuciante problema que nos asfixia es reformar, sí, pero el mismo mercado financiero, no solo a través de tasas a las transacciones, que también, sino mediante una reducción drástica de sus actuales posibilidades especulativas. Que no se acometa tal reforma no es sino la prueba palmaria de que los competentes para hacerla tienen mayor complicidad con los especuladores que con la ciudadanía a la que dicen representar.


Y es justamente ese, a mi juicio, el problema de fondo en todo esto. El Estado, tras años invertidos en su desmantelamiento, vuelve hoy a tener graves problemas para su financiación, como antes los tenían las Monarquías aguerridas en manos de los tributos señoriales o como el Estado liberal los tuvo, y graves, por apoyarse solo en una fiscalidad sobre el consumo. Llevamos padeciendo décadas de clases gobernantes imbuidas de neoliberalismo que desprecian en el fondo al Estado que representan y dirigen. Ahora, según la mitología liberal, todo se deja a la autonomía privada, orientada por sí sola a la armonía. Incluso cuando es el Estado el que financia, la actividad la desarrolla una entidad privada con ánimo de lucro, como pasa con las escuelas infantiles, los colegios concertados, la limpieza de las ciudades o la construcción de viviendas sociales.


Esta reducción del Estado a un simple distribuidor --casi nunca justo-- de fondos recaudados por impuestos no podía tener más consecuencias que las presentes. La financiación de las actividades de interés general está en manos de los tributos obtenidos de los ciudadanos y de la emisión de deuda. En relación a lo primero, ya es una evidencia notoria que el grueso de lo recaudado procede de los asalariados y del consumo, existiendo una sociedad estamental en toda regla que distingue a los que pagan sus impuestos escrupulosamente de los que pagan solo parte o nada, sector que coindide precisamente con el más adinerado. La bochornosa falta de inspectores, tanto de hacienda como, sobre todo, de trabajo, y el entorpecimiento ministerial a la lucha contra el fraude, cuando no directamente la amnistía fiscal gubernamental, ponen de relieve hasta qué punto se descuida este primer soporte financiero en favor de los más poderosos económicamente. Y el segundo, a la vista está que resulta contraproducente, al tener a la población condenada a pagar, sin justificación, intereses leoninos.


Vivimos en una situación de clara emergencia económica. Si la primera medida para paliarla habría de consistir en reformar a los mercados, y no en condenarse a la pobreza, la segunda debiera consistir en un acrecimiento considerable del Estado hasta hacerlo autosuficiente en términos económicos. Urge que vuelva a ser productivo y autónomo para no estar en manos de especuladores sin escrúpulos. Hay instrumentos constitucionales no solo que avalan, sino que hasta sugieren imperativamente, que esa habría de ser la salida. Nunca podrá explicarse sin recurrir a la ideología que el dinero invertido en sanear a cajas y bancos privados no se haya empleado en su nacionalización, y posterior conversión en banca pública. Ese podría, debería, haber sido un primer paso. Y el segundo debería apuntar a las abusivas empresas energéticas, con sus vergonzosos 'déficit tarifarios', que solo sirven para engordar las cuentas de multimillonarios e indolentes consejeros de administración que para nada necesita una empresa pública.


Para revertir esta calamitosa situación, caracterizada por la debilidad del Estado frente a las embestidas del mercado, solo cabe su revigorización. Es sencillamente inadmisible que una oligarquía minoritaria y enferma, como es la muy bien reflejada en Inside Job, doblegue a poblaciones enteras para saciar su incomprensible ansia infinita de ganancia. Es frente a esa panda de mafiosos y terroristas financieros, responsables directos de la adopción de políticas criminales con resultado de muerte por cierres de centros de salud o por especulación alimentaria, que el Estado debe mostrar toda su fortaleza, y no ante la parte más crítica de sus propios ciudadanos, única depositaria actualmente de la poca esperanza de regeneración que queda.