miércoles, 23 de febrero de 2011

Socialismo 'realista'

He estado viendo un trozo del especial que han pasado en La 2 sobre el golpe de Estado de hace 30 años. Lo dirigía Iñaki Gabilondo y los entrevistados eran Carme Chacón y Alberto Oliart, que comparecían en su calidad de ministros de defensa de entonces y ahora. En relación al asunto que trataban, lo más destacable ha sido la entereza y decisión con que el entrevistador, Gabilondo, ha aludido a los temas controvertidos del golpe. Preguntó acerca de las dudas, sospechas y oscuridades que se cernieron desde los peldaños más bajos del ejército hasta su mando supremo, el del monarca. Interrogó a la Chacón sobre la reacción de los actuales mandos militares frente al antecedente golpista. Aludió al ignominioso comportamiento de imputados, abogados y medios periodísticos con ocasión del juicio a los culpables de aquella tropelía (buen asunto de estudio, por cierto, para un historiador del derecho), e incluso refirió la actual revalorización pública y mediática del discurso de la derecha golpista. En ninguno de los casos los ministros, con su vacua retórica, dieron la talla ni supieron más que eludir respuestas directas.

Sí hubo, en cambio, una declaración de la actual titular del ministerio de defensa que me resultó sumamente esclarecedora. Inquirida por el viraje del PSOE respecto de la OTAN en 1982, además de una respuesta convincente, indicó, en términos más generales, que su partido ascendió a la condición de un "partido de gobierno" cuando "abandonó el marxismo y entró en la OTAN", convirtiéndose al "realismo político".

A mí me alegra que sea una propia dirigente socialdemócrata la que defina con tanta exactitud la condición de su partido. Quizá a los más incautos resulte algo oscura la consideración, mientras que a los aficionados a la historia de las ideas políticas acaso resulte tan clarificadora como errada. Equivocada lo es porque opone el marxismo y el realismo como categorías que se repelen mutuamente, reduciendo la doctrina marxista a lo más residual de ella, la prognosis y el anunciamiento de una sociedad sin clases, sustrayéndole, por tanto, su núcleo metodológico y espiritual, esto es, el materialismo, la dialéctica y la consiguiente pretensión de fundar el conocimiento en la misma realidad. De hecho, no por casualidad, Marx (y Engels) polemizó frecuentemente con socialistas utópicos y con anarquistas libertarios.

En definitiva, lo que Carme Chacón con su incultura quería decir es que su partido renunció a la "lucha de clases" como medio para conquistar el poder. Sobre tal renuncia podríamos tratar con cierta amplitud, pues me parece impecable si se entiende, como hicieron los soviéticos y nazis, que el fin de la política es aniquilar al enemigo, pero creo que es del todo desacertada si supone el olvido de que en la base de la política existen intereses contrapuestos, la mayoría de ellos de naturaleza económica. Sin embargo, lo interesante a nuestros propósitos es resaltar el carácter 'realista' que la ministra atribuía a su formación.

La aceptación de la OTAN y, en definitiva, del statu quo, clarifica mejor el apelativo de realista, que Chacón asociaba a la 'madurez', 'la mayoría de edad' y la capacidad de postularse como partido con opciones de gobernar. En efecto, entre las premisas del actual partido socialista destaca la renuncia de antemano a transformar la realidad, la aceptación de ésta como una cosa dada, de por sí legítima e inalterable, que tan solo cabe preservar frente a las posibles alteraciones. La cuestión es que esto es lisa y llanamente doctrina conservadora, adecuación a las jerarquías existentes, en suma, puesta al servicio de la distribución del poder vigente. No es que nuestra socialdemocracia haya perdido todo conato de rebeldía e imaginación, ni que se haya acomodado a su actual posición de relativo predominio; el problema es que acepta como punto de partida de toda su filosofía que la realidad existente es incontestable, obviando así que la política es una actividad creadora de dicha realidad y contribuyendo con ello al ocaso de la política misma y, por tanto, de los propios supuestos para su reproducción y supervivencia en cuanto partido.

PD. Concluyamos el apunte por donde empezamos: el 23-F, planteando una duda intelectual. Probablemente debido a mi ignorancia, pero desde luego también a la dosificación informativa de los medios generalistas, tengo la sensación de que cada efeméride del golpe queda sin tratar su dimensión político-internacional. ¿Qué hicieron las embajadas de Washington y Berlín hace 30 años? ¿No puede localizarse ahí la clave de los titubeos iniciales y la decantación final del monarca?

domingo, 13 de febrero de 2011

Capitalismo comunista

Creo que las categorías comunes de la economía política y la teoría del Estado han dejado manifiestamente de cumplir su función descriptiva. Estamos asistiendo a una aceleración del tiempo histórico y, como en todas ellas, los conceptos se vuelven rápidamente obsoletos y dejan de designar con rigor la realidad. En lo que se refiere a la estructura económica, creo que han dejado de servir casi por entero la fórmula comodín de los economistas, aquella que denomina como "economías mixtas" a los sistemas occidentales, y la rúbrica convencional de los politólogos, que hablan de Welfare State para referirse a un Estado que presta servicios públicos y se legitima en buena parte a través de éstos.

En el primer caso, los supuestos históricos que dotaban de sentido la etiqueta "economía mixta", a saber, la superación del liberalismo decimonónico y el planteamiento de una alternativa al régimen soviético, han sido sepultados. La economía presente, al menos la de los países occidentales, no se caracteriza por ser sin más una mezcla de capitalismo y de socialismo, pues el capitalismo ha devenido financiero y el Estado interviene para sostener la estructura capitalista, no para amortiguar sus contradicciones.

Lo mismo acontece con el lema del Estado del bienestar, que no es que esté en vías de extinguirse, sino que está superficialmente sobreviviendo a costa de convertirse en otra cosa. Así lo demuestra el hecho de que una proporción cada vez mayor de servicios no resulte prestada por instituciones públicas, sino más bien por empresas privadas, eso sí, financiadas con dinero público.

Es esta transformación generalizada la que reclama un nuevo concepto y éste quizá pudiera ser el de 'capitalismo comunista'. Muchos son los indicios que otorgan validez al oxímoron, demasiados son los síntomas que apuntan a un sostenimiento puramente estatal de una estructura económica que superficialmente se presenta como desenvuelta casi en exclusiva por la iniciativa privada. En este punto, desde luego, tienen toda la razón los anarcoliberales, si no fuese porque la intervención del poder público no suele materializarse como obstáculo para la fuerza empresarial, sino como su condición inexcusable de posibilidad.

Si circunscribimos a España nuestro análisis, creo que la etiqueta no puede ser más certera. El sector agrícola y ganadero ha estado en los últimos años subvencionado por entero, en muchas ocasiones a costa de su misma productividad, hoy tan añorada. Abundan por otra parte los llamados 'incentivos' concedidos a empresas del sector industrial y de servicios, algunos de montante multimillonario y regalados sin exigir contraprestación alguna a cambio. Cuando no se trata de subvenciones directas vemos igualmente trasferencias de fondos desde la colectividad a las empresas, como bien muestran las externalizaciones de servicios, las concesiones de concursos públicos y la financiación de prejubilaciones masivas e injustificadas. Y si acudimos al mundo financiero, no vemos otra cosa que socialización de pérdidas y sufragio alícuota de los irresponsables descubiertos que ha provocado la desquiciada concesión de créditos por parte de bancos y cajas.

La misma Iglesia se halla sostenida, y puede prestar los servicios que presta, gracias a la financiación estatal. Otro tanto ocurre en el caso del asociacionismo, el sindicalismo, la representación patronal, las fundaciones y los mismos partidos, cuyos simpatizantes y militantes encuentran en demasiadas ocasiones la oportunidad de vivir a costa del tesoro público sin exhibir ningún mérito ni condición alguna que les avale.

Y a todo ello hay que añadir, claro, la corrupción, ya sea legalizada o practicada en fraude de ley como la directamente ilegal. Si en el primer caso se trata de poner fondos públicos a disposición de manos privadas con el desmantelamiento de servicios, la financiación de amigotes y el enchufe de vasallos, en el segundo vemos el robo descarado de dinero público para el impúdico enriquecimiento personal --como en Marbella o la Gürtel-- o para el mantenimiento de las redes clientelares que sostienen una hegemonía --como en la Andalucía de los falsos ERE's--.

Parece claro, pues, que en este país no puede alzar la voz ni una sola persona que no viva o haya vivido en última instancia del Estado o de algún organismo público (ayuntamiento, diputación o comunidad). Los pocos que de ello puedan presumir se integran mucho más en el sector de los trabajadores asalariados, que tienen su empleo en pequeñas empresas sin subvenciones cuantiosas, que en el de empresarios y propietarios beneficiados constantemente tanto por la política fiscal (que comprende la tolerancia del fraude) como por la política de subvenciones. Y ni siquiera ellos se librarían de que parte del sueldo que perciben proceda, de manera indirecta, de las arcas públicas.

Podríamos igualmente convenir que justo aquellos a quienes el Estado habría de remunerar con sueldos dignos y altos --es decir, los funcionarios, médicos, profesores, jueces y demás empleados indispensables para el desarrollo de las funciones auténticamente públicas-- no son los que se llevan para sí la proporción mayor de los recursos públicos. Puede incluso que suceda justamente lo inverso: que tales empleados no sean los mejor pagados ni los más numerosos.

Vivimos, pues, en un sistema con una brutal intervención del Estado en la economía. El problema es que todo este mastodóntico entrometimiento estatal no se realiza con el fin de redistribuir rentas e igualar posiciones económicas. Antes al contrario, se lleva a cabo con el objetivo de mantener y consolidar las jerarquías, con la finalidad de sostener la reproducción de aparatos de poder y, sobre todo, con el propósito de mantener la insostenible irracionalidad del modelo capitalista. Frente a esto hay desde luego alternativas, y no son sino las de siempre, la liberal y la socialista, la que concede total autonomía a las fuerzas privadas y la que atribuye al Estado todas las funciones económicas con el fin de evitar la acumulación del capital por parte de persona alguna. Para mí, cualquiera de ambas, rectamente aplicada, resulta preferible al presente imperio de corrupción, favoritismo, derroche y subvención.

martes, 1 de febrero de 2011

La revolución en los informativos.

Decididamente, los medios solo están capacitados para transmitir la información simplificándola hasta el punto de tergiversarla, malformarla y tornarla incomprensible. Falla el tiempo y la forma, la brevedad con que ha de comunicarse un asunto complejo, repleto de implicaciones y concomitancias, y el formato de los titulares y de las frases efectistas. Por eso es natural, pero irritante, que algo tan profundo y decisivo como es una revolución social, la que ahora está aconteciendo en buena parte del mundo árabe, resulte examinado y difundido con un lenguaje estrecho e insuficiente, acuñado históricamente por el poder, y con unos patrones simplificadores y unidimensionales.

Para profunda decepción de quien suscribe, era nada menos que Enric González quien encabezaba hace dos días un artículo sobre la revolución de Egipto (¿dónde está ya, perdonen, el vórtice del presente torbellino, Túnez?) con un titular que aludía a "los actos de vandalismo" y los "saqueos" que estaban suponiendo las movilizaciones. Líneas más adelante se revelaba que una de las circunstancias más frecuentes en estos días eran los ataques a las propiedades de la clase alta egipcia. Ni una conexión, ninguna relación, claro, de estos desfogues con el conflicto de clases que evidencian, con la catarsis y depuración de un resentimiento provocado por una distribución manifiestamente inquina de la riqueza, que no se corresponde en absoluto con los esfuerzos invertidos para producirla.

Pero lo decepcionante no era este olvido de la lucha de clases como motor apagado, pero subsistente, de la historia. La desilusión procedía de contemplar la reproducción acrítica de la lengua del poder por parte de una firma independiente. ¿Tan difícil es comparar los saqueos, el vandalismo, el robo y el expolio a gran escala promovidos por los actuales oligarcas en crisis y el supuestamente realizado por el pueblo, o por los elementos más radicales de éste? ¿Por qué entonces no se mencionan esos mismos términos, los del expolio y el sabotaje, para describir la acción de unos gobernantes que han exprimido al pueblo hasta exasperarlo?

La cosa continúa. Otra periodista de rigor como es Pepa Bueno, poco antes de prestar su edición a la más burda e insultante propaganda gubernamental con un publireportaje sobre los males del tabaco, abordaba la crisis egipcia con el vocabulario disponible: 'búsqueda de normalidad', 'caos', 'seguridad', etc. El mismo Lorenzo Milá, otro tipo competente, aludía a las (cínicas) peticiones por parte del gobierno estadounidense de una 'transición tranquila a la democracia' (ah, entonces, hasta ahora, eran aliados de un dictador, ¿no?) para evitar 'un vacío de poder'. ¿Un vacío de poder, justo ahora, cuando la fuente de todos los poderes se está manifestando, cuando el origen del poder, desde Roma y la Edad Media hasta nuestros días se está haciendo presente? ¿O es que seguimos teniendo una mentalidad tan poco democrática que el poder solo nos resulta concebible cuando un señor muy principal manda a toda una colectividad?

Y, para cerrar, termino escuchando los comentarios del adjunto de Vicente Vallés en la Noche en 24 horas al discurso de Mubarak: 'lo que los manifestantes solicitan solo y exclusivamente es que el presidente dimita, que Mubarak se vaya; solo con que esto ocurra, los manifestantes aseguran que se dan por satisfechos y que pondrán fin a sus reivindicaciones'. Me he quedado literalmente boquiabierto al escucharlo. Sus palabras me han vuelto a demostrar que la meritocracia es un ideal cada vez más lejano. Las múltiples mediaciones e interferencias que se interponen entre un individuo meritorio y la recompensa social logran, con demasiada frecuencia, que en puestos claves, por su proyección pública, no estén más que mediocres, tipos bien relacionados, sujetos que tuvieron la agudeza o la suerte de estar en el sitio oportuno en el momento justo y con los contactos necesarios.
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Y es que, ¿cómo puede afirmarse semejante estupidez? ¿Cómo puede sostenerse que la causa de las movilizaciones la encarna una sola persona, como si la situación de un país dependiese de su voluntad, y no el sistema social en su conjunto, del que el presidente es una pieza más? Parece que, por desgracia, ha calado hondo en esta sociedad esa actitud mesiánica que, en negativo, censura a un solo gobernante como causa de todos los males, y en positivo, como dice mi amigo Esteban Conde, anhela un dictador.

Hermann Heller (1891-1933)

Estoy concluyendo un artículo sobre Hermann Heller para una revista de filosofía política y, releyendo su póstuma Teoría del Estado, me encuentro la siguiente referencia, escrita en 1933, a contrapelo de todos los lugares comunes que se empleaban (y todavía hoy se emplean) para criticar el liberalismo económico:

"La idea del libre juego de las fuerzas autorresponsables, la del equilibrio armónico de intereses mediante el mercado libre y la de la constitución no coactiva del todo social por la automática ordenación del mercado, todas estas ideas, en cuanto se proyectan sobre la organización del Estado y de la sociedad, no son más que estupendos disfraces que encubren una situación casi completamente opuesta a lo que aparentan, ideologías justificadoras que, aunque no lo tengan como fin consciente, cumplen, sin embargo, la función de tranquilizar la conciencia de la sociedad burguesa. Pues en la sociedad civil real no existe ningún libre mercado de cambio, ni competencia libre, ni autorresponsabilidad y autodeterminación libres y, sobre todo, no se conoce la formación no autoritaria del todo social mediante el juego libre e igual de fuerzas. La sociedad civil real es una sociedad de clases cuya unión se mantiene mediante el predominio de una de ellas, para cuya subsistencia es, sin duda, necesario el mantenimiento de la ideología de la libertad y de la igualdad.

La sociedad capitalista no se caracteriza, como suele decirse, por el hecho de que en ella el 'débil' Estado se abstenga de intervenir en la vida económica. Tal idea pertenece también al arsenal de las ideologías encubridoras. Pues se trata justamente de un Estado que despliega a la vez, en la época del imperialismo, una potencia hasta entonces desconocida. El verdadero lema de la sociedad civil no es, en modo alguno, la ausencia de intervención, sino la movilización privada del poder estatal para una poderosa intervención en el campo económico"

El liberalismo, como bien estamos pudiendo contemplar, supone, en efecto, intervención brutal del Estado en beneficio de intereses corporativos privados. Así fue desde el comienzo, y así continúa siendo. El único enigma por resolver es cómo continúa gozando de tan buena salud la explicación simplista, contraria a los hechos, de los liberales, que disgregan sociedad mercantil y poder estatal como si fuesen polos opuestos.